miércoles, 8 de marzo de 2017

                                                               

                     
                         

Hoy día 8 de Marzo se conmemora el día Internacional de la Mujer, un día en el que todos reivindicamos la igualdad del salario, de los derechos en todo el mundo, la protección de las menores, el respeto, las responsabilidades compartidas,  la solidaridad ante las injusticias, la empatía hacia el otro género y el fin de los sistemas patriarcales y de las conductas machistas. ¡No nos felicites, lucha con nosotras!

              "Nos gusta el respeto, los derechos, la igualdad y la libertad. Luchemos por ello" 


                                                              CARTA A UNA MUJER

Hola madre, te escribo esta carta desde algún lugar de este mundo, da igual el momento porque en mi mente, todos los momentos son tuyos. Ahora, más intensamente que nunca, te echo de menos, te siento aunque no te veo; cuando te veo, no te toco; cuando te toco, es una efímera ilusión.

¿Sabes? He llegado a ese punto de mi existencia en el cual me doy realmente cuenta de cuánto has hecho en tu vida, de lo inmenso e imprescindible de tu existencia para mí y para todos aquellos que te rodeábamos y dependíamos de ti.
Hoy, aquí, en mi consciencia, surge cristalina la idea de que tú has sido esa tenue pero intensa luz que, casi sin querer, pero con toda la intención, me arropaba, me recogía y me guiaba, sobre todo en los momentos en los que más te necesitaba, cuando aun sin estar, estabas.
Tus entrañas fueron mi albergue en ese periodo en el que sucede el milagro de la vida. Mis oídos, aun tiernos y subdesarrollados, me hacían ver imágenes de tu existencia. Esas imágenes que luego pude ver con mis propios ojos.
Tu alma, fuerte y decidida, afloraba con las primeras luces del día para dejar preparadas las humildes viandas que habrían de sostener durante la larga mañana a los miembros de tu afortunada prole. Cautelosa, silenciosa, casi flotando en el aire, recorres las estancias de la casa: habitación, cocina, comedor, cocina, la habitación del mayor, del pequeño, comedor y de nuevo la cocina. Poco a poco, apenas parando a tomar un rápido resuello, inspeccionas cada cubículo asegurándote de nuestro bienestar.
Huele a café recién hecho, los panecillos, la leche y una dulce voz que me dice…”arriba mi niño, debes ir al cole. Todo está en la mesa. Ducha, desayuno y prepárate para un nuevo día”.

De tu mano salía de casa y tu mano soltaba cuando, a regañadientes, caminaba hacia la puerta del cole mientras giraba la cabeza intentando no perder de vista tu protectora mirada. Ya te estaba echando de menos, aún estabas y ya te extrañaba. Pero no podías quedarte más… tenías que trabajar, ganar el dinero con el que se sostenía nuestra familia, nuestra vida.

Con una inmensa melancolía pero diligente, puntual y responsable, como cada día, entrabas por las chirriantes y ferruginosas puertas de la fábrica para, durante 8 intensas e interminables horas, separar uno tras otro, tomates y más tomates. Tus manos, resquebrajadas por el penetrante frío húmedo que dominaba la atmósfera de la sala, se esforzaban por mover ágilmente tus doloridos dedos por culpa de la artritis. Pero tu mente… ¡Ay tu mente!, esa hiperactiva masa neuronal jamás se apartaba de tu familia: ¿Estarán bien?¿Comerán su almuerzo?... “Uy, un tomate verde, ese no pasa. Anda, otro putrefacto, ese tampoco”… “Y qué voy a hacer hoy de comer? ¿Quizá unas patatas con carne? ¿Pasta? ¿Lentejas?”...

Marie Curie trabajó con radiactividad, Clara Campoamor luchó por los derechos de la mujer, Juana de Arco combatió por su país y tú… tú, durante 15 largos años trabajaste en la fábrica por tu familia, luchaste con tu duro trabajo por sacar a flote un hogar y combatiste contra todos aquellos que, de una u otra forma, ponían zancadillas en tu camino. Pero un día, esas zancadillas te alcanzaron. Llegó el maldito ERE derivado de los manidos recortes. Tus 15 años de abnegado trabajo sirvieron de poco. Te viste en la calle, sin trabajo y con bocas que alimentar. No obstante, nunca te faltó trabajo porque no solo estabas ocupada desempeñando tu oficio fuera de casa. Hay ocupaciones que nunca dejaste, como las del hogar. Aunque sin remuneración, los deliciosos desayunos, comidas, cenas…el polvo, la fregona, las lavadoras, la plancha…eso siempre estuvo ahí. Y como no, las tardes en el parque cuidando de tus pequeños.
Nunca olvidaré el día que iba corriendo por el parque (como siempre), y tras un desafortunado traspié, dejé parte de la rosada piel que cubría mis rodillas repartida entre los minúsculos trozos de sílice y carbonatos que conforman la tierra parda-anaranjada que cubría el suelo del parque de nuestro pueblo.
Rápidamente, como si de un muelle se tratase, como el rayo que rompe el viento surcando a su través y llega a la tierra, llegaste tú a mí. Y con la misma delicadeza con la que una cocodrilo mete a sus crías en la boca para protegerlas, cogiste mi pierna, soplaste suavemente para quitar los restos de hierbas y arena que habían quedado pegados y limpiaste la herida con esas manos de trabajadora que, aunque ásperas y curtidas, en ese momento parecían tan suaves como la mejor de las sedas de oriente. Acercaste tus labios a mi oreja y con una voz tenue, amable y cariñosa, recuerdo que me dijiste: “tranquilo cariño mío, no es nada. Levántate despacio, coge mi mano, y caminemos juntos hasta el banco. Estoy contigo, no te dejaré…”.

¿Sabes madre?, esas palabras en principio sin importancia, inocentes, curativas y casi milagrosas en aquel momento, se tornaron punzantes, dañinas e incluso dolorosas. Golpeaban mis pensamientos con crudeza, como el martillo golpea el yunque en la herrería. Repiqueteaban una y otra vez en mi cabeza el día que te vi coger la maleta y montar en ese tren. Una bestia mecánica que me arrebataba a mi madre, a la persona que más quería y que, de repente, en ese momento, odiaba con todas mis fuerzas. Me susurraste que siempre estarías a mi lado y ahora, de repente, me abandonabas: ¿Por qué? ¿Qué mal te había hecho? ¿Qué había pasado para que quisieras abandonarme?...

Años después, entendí que la que más sufrió fuiste tú, pero no te quedaba otra solución. Alguien, aun no sé quién, llamó una noche ofreciéndote un nuevo trabajo a muchos, muchos kilómetros. Iba a ser duro. El trabajo ya lo era: ibas a recoger uvas, a vendimiar, lo cual significaría horas y horas bajo un sol de justicia, calentando tu piel, resecándola y agrietándola como si se tratase del fondo de una laguna que se deseca. Tus riñones y tu columna, que más parecía una carretera de montaña que una parte del cuerpo, sufriría las presiones del peso de las cajas, llenas a rebosar y de las mañanas y tardes agachada, buscando, cortando y recolectando racimos que terminarían transformándose en el intenso caldo rosado preferido del Dios Baco.
Aunque lo más triste, lo más doloroso y angustioso estaba en tu interior. Irte significaba alejarte de lo que más querías: tu familia. Cuando lo decidiste, sabías que necesitábamos ese dinero, no podías rechazar una oportunidad que serviría para sobrevivir unos meses más, salir del hoyo y seguir viviendo dignamente, al menos durante un tiempo.

Toda tu vida habías estado trabajando aquí y allá, en alguna ocasión en condiciones casi tercermundistas, pero ahí estaba tu genio y tu gallardía para seguir adelante. Sin embargo, esta vez, una inaguantable presión comprimía tu corazón. Te angustiaba, te ahogaba en esas noches en las que, somnolienta, en tu mente aparecía la machacona idea de que tendrías que dejarnos. La respiración se hacía más profunda, más intensa, podías notar en todo el cuerpo cada uno de los fuertes y rítmicos latidos de tu corazón y sus bruscas aceleraciones. Realmente no te gustaba la idea pero… el trabajo es el trabajo y tú eras una luchadora.
Pero no te preocupes madre, años después lo entendí todo y te amé con más fuerza que nunca. Te admiré como un niño admira a su héroe más encumbrado, habías llegado a situarte en lo más alto de mi Olimpo.
Llevabas toda una vida trabajando, desde tu más tierna juventud. Jamás te dieron la oportunidad de desarrollar tu verdadera inteligencia y potencial. Aún cuando no entendías por qué ni para qué, ya trabajabas. Día tras día, sin perder un ápice de intensidad e ilusión, te afanabas para que la labor realizada en la fábrica, en casa de doña Pilar, en el ayuntamiento, en los campos… cualquiera que fuese, se realizase de forma correcta, precisa e impoluta.

Madre, ¡Cuánto te debe el mundo! ¡Cuánto te debemos todos! Dicen que Eleanor Roosevelt fue la primera dama del mundo porque dedicó su vida a trabajar para los demás. Pero tú, madre, tú eres la primera y única dama de tu hogar. Trabajaste en, por y para él y por todos los que lo habitábamos. Tu trabajo significó nuestra dignidad y nuestra salvación. Siempre entregada al servicio de los demás. Fuiste madre, amiga, luchadora, trabajadora y una grandísima mujer.
¿Sabes lo que me aflige madre? Que para mi desgracia, he esperado hasta hoy para decirte todo lo que vales, todo lo que significas y lo inmensamente agradecido que estoy por haberme dedicado una vida de trabajo. Lástima que no me veas, que no me oigas, que no me sientas. Solo me queda el consuelo de que aquí, delante de tu sombría y lúgubre tumba, tu alma sienta el calor que te dedico, el cariño y amor que te profeso.
Madre, aunque ausente, sé que siempre estarás a mi lado, conmigo, guiando mi camino y mi espíritu por la senda correcta. Gracias por todo, te quiero y… hasta siempre.

                                                                                Fdo: Gaia.

REDACTADA POR EL PROFESOR DE BIOLOGÍA FRANCISCO JAVIER OLIVERA

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